domingo, 19 de abril de 2009

Faroles en su calle... noches de arte

Se encendía la luna. Y no era más el cielo oscuro. Se dormían las almas. Se postraba el silencio nocturno. Ella, con ropa de dormir, se asomaba al balcón de oro, a tender sus penas y verlas escurrir al abismo que se formaba desde su cuarto al suelo. Lagrima tas lagrima saltaban gimiendo y dejando atrás la tristeza de la mujer. Suicidio silencioso.

Un largo velo de tristezas le cubría el cabello, que alguna vez se descuidó en las manos del amor, cuando por fin dejaba de ser virgen y se elevaba a los ocultos placeres del corazón. Por amor al pasado, el cabello se congeló, manteniendo el perfume de aquellas manos que le rozaron con pasión.

Nada de eso era presente ya. Un lamento se empeñaba en habitar en su corazón de nieve. Y por las noches la agonía no aguantaba tantos recuerdos, que una vez vivieron en esa misma oscuridad, incluso, en esa misma habitación.

Pero desde la esquina desierta, donde por las mañanas se vendía la vida, estaba el pintor. Noche tras noche contemplaba la majestuosa tristeza de aquella musa, que sin saberlo, era su inspiración. La noche ahora era cómplice de otro romance.

Solo un par de faroles se deleitaban del éxtasis artístico del hombre y de la magia que envolvía a la mujer. No había tiempo, no había sueno, no había noche que él faltara a la cita secreta de los cuerpos. No había día en que ella no se asomara al balcón a fumarse la soledad.

Y antes de cumplirse la obra, antes de empacarse el cuadro y enviárselo a la modelo, los faroles se tiñeron de sangre. Una noche que no era la del pintor, la envidia se convirtió en sombras y cuando culminaba el último trazo amarrillo, el odio le robó el arte.

Luchó contra la corriente y trató de salvar su empeño, mas la maldad se sacó el viejo amuleto y con tres disparos asesinó al sediento. Un nuevo trazó se dibujó en la calle con el vivo color de la sangre. Tristes e impotentes los faroles, velaron el cuerpo de aquel desconocido que murió por amor al arte.

La musa se asustó del ruido mortal y juró no asomarse al balcón a tender sus penas más. Murió el arte, murió la tristeza.

sábado, 18 de abril de 2009

Guardianes de cuatro

Me senté sin lápiz y papel. Escribí una oración y me gustó, pero no me llenó. Mi vieja amiga peluda se acercó, y contempló las lágrimas invisibles que bajaban por mis pómulos requemados. Se echó a mis pies y murmuró algo.

El otro peludo en cambio, corría y ahuyentaba los gritos de la calle, que no me dejaban pensar.
Quise escribir para alguien y una centella me golpeó el pecho, haciéndome olvidar con qué inicial empezaba su delicado nombre. Dejé a un lado la intención. Intenté comenzar con pétalos de otra flor y otra centella me recordó de un adiós.

Un cigarro se moría esperando mis labios, el humo se entremetía entre las ganas de escribir y a veces me molestaba su insistencia. Abandoné el vicio. Me dediqué a pensar; cuántas cosas de que escribir y ninguna se dejaba seducir.

Llamé al recuerdo y escudriñé entre los versos que guardé alguna vez, escritos que nacieron para nadie en un ambiente calmado y de felicidad. No son más que cenizas, sin querer quemé esa poesía, intentando ponerle nombre a mí arte.

Seguí sentada, alborotada y ansiosa, muda por no intentar, por no poder, por no querer escribir. Pero algo ardía tan natural en mi corazón de poeta, en mis manos de hacedora, pero nada se dejaba tocar, ni si quiera los pensamientos arrojados al cenicero.

Una caricia me rozó mi pie inquieto y sus ojos débiles por la edad me contaron historias que guardé en su baúl, aquella pequeña vio tantas veces mi cuerpo herido, y sin palabras al viento curó mis noches de desvelo con su compañía, con su fiel compañía.

Le brindé una sonrisa y le pedí no me olvidara, cuando yo viaje por el camino celeste, que sea ella quien me indique donde estará mi final.
Otra caricia cayó en mi rodilla, el peludo mayor me guiñaba el ojo contento, tendría hambre, tendría sed, quería salir, no lo sé, solo entendía que entre su razón desrazonable, comprendía el estado melancólico en el que me perdía ya.

Y en este vacía casa ellos me guardan hoy, ellos me piden les hable del amor, de la desilusión, de la razón, ellos que a veces mueven sus colas sin saber el porqué solo con la intensión de serenar los momentos tristes que a veces aparecen en mi vivir.

De repente miré mi escrito, y no había más que pensar, había llenado mi necesidad de una presencia inadvertida, pero que siempre ha estado ahí, dos juguetones que sin hablar, calman mi tempestad.